PRÓLOGO
El sábado por la noche, con un tiempo desfavorable, Alex Abbot, un abogado del despacho Abbot&Finney, salió del club de yates Sodus B. El lago Ontario era para él como su casa y el viento que arreciaba no le suponía un mayor problema. Al contrario, le hacía subir la adrenalina. Este barco, al igual que todas las cosas que poseía, se lo debía a un cliente que le encargaba numerosos pedidos desde hacía ya algunos años. No lo conocía personalmente y los asuntos del misterioso señor “X” no aparecían en la lista oficial de los asuntos del despacho. A pesar de los grandes beneficios que Alex obtenía de estos encargos, nunca habían aumentado la suma de sus ingresos imponibles.
Después de casi una hora se le acercó a su yate un barco informándole que había tenido una avería. En el momento de subir a la cubierta dos hombres le aturdieron y colocaron su cuerpo inconsciente dentro de un saco lleno de algo pesado que se sumergió en un instante en las agitadas aguas.
¿Por qué ese día no llevaba puesto el chaleco salvavidas? Nadie lo sabe. Se fió demasiado - comentaron sus compañeros, viejos zorros del club local. Ni siquiera se agarró con una amarra, a pesar de que las aguas inundaban la cubierta. Su barco fue encontrado a la deriva por la tripulación de una barca que volvía de pescar. Casi el mismo día un joven abogado, Michael Gardner, recibió una propuesta inesperada.
Parte uno
Ese viernes de otoño por la tarde las calles de Nueva York se llenaban poco a poco de gente. Los paraguas abiertos dificultaban el movimiento y la posibilidad de ver lo que la ciudad ofrecía. Los vehículos se aglomeraban con impotencia en los cruces, los vagones de metro 5
absorbían a duras penas a las muchedumbres que afluían y oleadas de gente aparecían y desaparecían de golpe en los trenes que iban a todo correr hacia las afueras de la ciudad. También aumentaba el tráfico hacia el centro.
Muchos se dirigían a lujosos centros comerciales, a bares, restaurantes, cines y teatros.
Los que venían de alejadas partes de la ciudad se sentían personas distinguidas por poder estar en el centro iluminado de Manhattan. La magia de este lugar ofrecía incesantemente a los neoyorquinos y a sus huéspedes un pequeño escalofrío de emociones y ese cambio tan esperado. Numerosos edificios lucían publicidad y animaban a aprovechar la diversión con la que se podía terminar la semana de trabajo. Como cada tarde, las luces de las oficinas que poco a poco se iban apagando descendían desde las plantas superiores a las inferiores hacia las arterias que latían ahora con una fuerza de colores multiplicada.
Es aquí, en medio de la muchedumbre del fin de semana y del bullicio de la gran ciudad, donde la gente lucha deseando vivir algo excepcional en la búsqueda de amor y felicidad. En estas calles llenas de vida nacen cada día nuevas emociones y florecen sentimientos ardientes mezclándose con la envidia, la traición y la desdicha humana.
En Nueva York, como en cualquier otra metrópoli, guardando las apariencias de las buenas formas, se lleva a cabo incesantemente la dura batalla por el dinero y el poder. Grandes fortunas se vienen abajo cada día y nacen nuevos imperios, en circunstancias a menudo muy misteriosas. Sin embargo el ciudadano medio por lo general nada sabe de ello.
Emily, esta falda te queda fenomenal- dijo Caroline mirando entusiasmada a su amiga. La falda ajustada resaltaba sus caderas bien proporcionadas, ofreciéndole a su silueta un aspecto seductor.
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¿Sales esta noche? – preguntó Caroline
No lo sé todavía. Michael dijo que quizás fuéramos a ver
“Medianoche en París” de Woody Allen, pero se calla algo. Es extraño que no me haya llamado después de comer. ¿Tienes algún problema? - llámalo tú misma - a Caroline la mayoría de los asuntos le parecían sencillos.
Quizás tengas razón pero tiene que haber algún motivo. Voy a esperar un poco más. – contestó Emily con la cara un poco triste.
Como quieras- suspiró Caroline, mientras se tomaba la coca cola fría con limón.
¿Sabes? Hace mucho que no he ido al cine. La última vez he visto
" Slumdog Millionaire” . Vaya desastre la India. No sé por qué algunos se meten allí.
Emily no prestaba mucha atención a lo que le contaba Caroline. Pensaba en Michael y en su relación con él. El amor ardiente de ambos ya se había apagado y no era ella quien tenía la culpa. Le seguía queriendo como antes, su pelo rubio y denso siempre desgreñado apartándolo de la frente de forma descuidada. Le gustaba su forma de vestir con ropa de marca. No se ponía la corbata muy a menudo, sólo a veces, cuando era necesario. Prefería las camisas desabrochadas. Dormía sin pijama y eso estaba bien. Decía que así su piel respiraba mejor. Admiraba su silueta de deportista y amaba el calor que emanaba de sus palabras y gestos.
Cuando estaban juntos siempre le ponía de buen humor la constante sonrisa de Michael. Se sentía segura con él. Seguía sintiéndose orgullosa de que entre tantas chicas, que no por casualidad andaban a su alrededor, la hubiera elegido a ella, una chica de un pueblo de la costa del Oeste.
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¿Por qué no llama? – se extrañaba. Eran ya las seis. Si habían de ir al cine ella necesitaría un poco de tiempo para cambiarse de ropa. El teléfono sonó. En el auricular se oyó una música en la cual destacaba un saxofón. Se podía escuchar cierta conversación y una risa fuerte de alguna mujer.
Dígame – dijo. Nadie contestó y después de un momento la llamada se cortó. Se le pasó por la cabeza que alguien se hubiera equivocado.
Después de un rato pensó que la persona del otro lado no quería contestar. O quizás no le hubiera escuchado – tenía algunas dudas.
Colgó el teléfono.
¿Quién habrá llamado? – preguntó Caroline quien acababa de recoger de su escritorio un montón de escrituras y de documentos metiéndolos con desgana en el cajón. Sabía que después del fin de semana tendría que sacarlos y, lo que era peor, leerlos.
No sé porque nadie contestó. – dijo Emily.
Venga, vamos. Ya es la hora – dijo Caroline cuando el reloj de la pantalla marcaba casi las seis y en la lista de Lync de repente había cada vez menos apellidos con la luz verde. La oficina se vaciaba muy rápido. Emily, sin darse prisa, cerró la caja fuerte y apagó su ordenador habiendo chequeado antes que no había mensajes para ella.
No le gustaba contestar a alguien que le había escrito justo antes de las seis, especialmente los viernes cuando salían los dos para cenar con los amigos en la ciudad. Le hacía perder el tiempo durante el cual su Chrysler de color metal la llevaría ya a casa o a la cita concertada. Esta era diferente. Esperaba un mensaje de Michael con alguna explicación sobre lo que estaba pasando. Sin embargo, su buzón permanecía vacío. Michael no se 8
ponía en contacto. Tomó su IPhone. Tampoco había nada. ¿Por qué?-
pensó. ¿No puede o no quiere?
No estaban casados. Michael creía que no era necesario o que incluso el matrimonio podía echar a perder algo. Ella, por su parte, no insistía. No quería perturbar la felicidad en común. Es verdad - pensaba – así viven millones de personas, tienen hijos y son felices. Si un día tuvieran hijos tendrían el apellido de Michael. Gardner- suena bien. Lo que no se prohíbe se permite - decía siempre Michael - y no tenía ningún motivo para no creerle. Era un abogado muy bueno y su despacho gozaba de un gran renombre. Entre ellos no hablaban mucho sobre el trabajo. Michael representaba muchas empresas que luchaban entre ellas por los derechos de licencia, producto o marca. Muchas veces mencionaba que intervenía en situaciones difíciles o prácticamente sin solución. Todo eso se reflejaba en su estilo de vida: eran capaces de pagarse coches caros, pasar las vacaciones en los lugares más alejados y de vivir en un apartamento con buenas vistas a un parque.
Últimamente Michael decía que elegía solamente esos asuntos que le aportaban pingües beneficios y que además no le absorbían mucho tiempo.
Ella, sin embargo, no se interesaba por sus cosas. Tenía, como separado, su mundo profesional que le absorbía totalmente. Cuando Michael volvía de cortos viajes de negocios no solía preguntarle por detalles. Sabía que era mejor así. Todos tenemos derecho a tener nuestros propios secretos. Él solía decir: “todo bien, llovió, hizo viento, hizo calor, hizo frío o que había turbulencias y por eso no pude leer las actas antes del proceso pero no es nada, porque, como siempre, me las arreglé.”
Al salir de la habitación introdujo el código de seguridad. Caroline se había ido antes, justo después de su conversación. Emily pasó por la recepción del piso, entró al ascensor y bajó al aparcamiento subterráneo. En 9
el edificio ya no había casi nadie. Algunos coches dispersados por lugares diferentes estaban esperando tranquilamente a sus propietarios. Una parte de las lámparas estaban apagadas. - “¿Para qué les pagamos?” - Se le pasó por la cabeza.
Cuando estaba tras el volante encendió su móvil y marcó el número de
“Michael”. La señal salió hacia algún lugar en el espacio. ¡Cuánto deseaba saber en qué lugar estaría sonando! Al cabo de unos segundos el sistema de manos libres, en vez de las señales que de ordinario anticipaban el establecimiento de la conexión, le informó: “Lo sentimos. El número marcado no se encuentra disponible en este momento o está fuera de cobertura. Por favor, inténtelo más tarde.”
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