Primera parte
La llegada de la noche trajo el final de una triste ceremonia de despedida. Se oía el traqueteo de los carruajes contra el empedrado de la calle que llevaba al palacete. Frente a la fachada se iban apagando los relinchos de los caballos y las animadas conversaciones. Tras cerrarse la robusta verja de la entrada, el chirrido de los candados fue el último sonido que se escuchó en la oscuridad que empezaba a caer. Se apagaron todas las luces, primero las de las avenidas del parque, después, las más cercanas al palacete, las de la entrada y las del portón central, con sus macizas puertas de roble. Finalmente, se hizo el más absoluto de los silencios.
En la cochera descansaban varios coches de caballo y diligencias, ya que una parte de los asistentes a la ceremonia y a la comida celebrada después del funeral se quedaban a dormir en las habitaciones previamente acondicionadas. El vestíbulo y las escaleras que conducían a los dormitorios estaban iluminados por la luz titilante de varias velas, que permanecieron encendidas hasta el momento de ventilar. A través de las ventanas entreabiertas se colaba el aire caliente entremezclado con el humo de los puros, de las velas, del pesado aroma de las flores, los perfumes y el olor a naftalina, que hasta hacía un momento emanaba de los abrigos de pieles de los invitados que se despedían en el hall.