Una historia parisiense

Primera parte
Iba por la calle en dirección al centro cuando le sonó el móvil. Era Luc Berton. Se paró
y cogió la llamada, a pesar de las conversaciones de fondo, del ruido de la calle y del zumbido
de motores. El barullo se veía potenciado por los conductores atascados en la calle que
peleaban por hacerse un hueco en la carretera con el claxon.
–¡Hola, Luc! ¿Qué tal?
–Yves, escucha, me alegro un montón, ya está todo arreglado, ¡empiezas a trabajar con
nosotros a partir de octubre! –escuchó que decía alegremente Luc.
–¡Genial, gracias, amigo! –respondió Yves y, un momento después, añadió:
–Intentaré buscar un piso. Tengo la intención de ir dos semanas antes. Quiero vivir en
buenas condiciones. Hasta luego, Luc, te llamo mañana.
Yves se alegró de la propuesta. ¡No era para menos! ¡De un bufete de Nantes a París!
Cuando diez años atrás terminó Derecho en la Sorbona, no había tenido la opción de quedarse
en la capital. Ahora, Luc, su compañero de facultad con el que estudió y con el que se preparó
para la defensa de la tesis de final de carrera, le había propuesto colaborar. Así debe ser,
pensó. Después de la última conversación con Céline ya no le apetecía hacer planes con ella.
Me iré y se acabará todo, ya está. Empezaba a llegar a la conclusión de que había tenido mala
suerte con las mujeres. Cinco años con Céline habían sido más que suficientes para asegurarse
de que no era una buena candidata para esposa y madre. El hecho de que no tuviera ni idea de
cocinar no importaba lo más mínimo. El problema era que estaba absorbida en ascender en la
multinacional en la que trabajaba, que ni pensaba en tener hijos y además, a él le trataba peor
que antes. ¡Qué distinta había sido su relación cuando empezaron a vivir juntos! Llegó a la
conclusión de que Céline, centrada casi exclusivamente en su trabajo, había perdido la calidez
y delicadeza femeninas, o sea, precisamente lo que para él era lo más importante en una
mujer.
Yves entró en un bar conocido para pensar tranquilamente sobre la nueva situación. Se
sentó en una mesa pequeña y pidió una copa de champán. Sacó el Mac de su cartera. La
contraseña del wifi estaba escrita en las servilletas. Pasado un momento buscó en Google un
plano de París y encontró la ubicación exacta del bufete de Luc. Estaba en el distrito XIII,
cerca del metro Plaza de Italia. Una buena localización, en metro puedo llegar desde varios
puntos de la ciudad, se dijo.
Mientras bebía champán, Ives se quedó absorto en sus pensamientos. Le volvieron
recuerdos cuando estaba con Sophie, hasta ese fatídico día. La quiso, en realidad solo se había
sentido feliz con ella. Dios mío, han pasado diez años desde que me fui de París, pensó. Y
desde que rompimos y perdí el contacto con Sophie para siempre, casi doce.
Lo pasó mal, cayó en una depresión y estuvo a punto de dejar los estudios. Se imaginó
que Sophie ya hacía tiempo que había reconducido su vida, llevaba a sus hijos al colegio y al
jardín de infancia todos los días. Entonces ella también había tenido problemas con los
exámenes. No sabía dónde vivía ahora, si se había sacado el título o si trabajaba de lo suyo o
se dedicaba a algo totalmente distinto.
Yves decidió meter sus datos en el buscador. Nombre: S-o-p-h-i-e y apellido: M-e-s-s-ie-
r, así como la última dirección en la que había vivido con una amiga; era el piso en el que
solían quedar. Inmediatamente, en la pantalla del ordenador apareció información según la
cual alguien que tenía ese nombre y apellido regentaba un estudio artístico en esa dirección.
También venía el número de teléfono. Yves no se lo podía creer, pero todo concordaba.
Tomó la decisión al instante. Marcó el número de Sophie y esperó a que diera línea, sin
tener ni idea de cómo llevar la conversación. Doce años sin contacto, ¿por dónde se empieza?,
se preguntó.
–Hola, dígame –la oyó decir. Reconoció su voz inmediatamente.
–Hola –repitió mientras él seguía en silencio. Finalmente dijo:
–Sophie, ¿eres tú?
–Sí, soy Sophie, pero ¿con quién hablo?
–¡Con Yves! –articuló su propio nombre con dificultad.
El silencio al otro lado del teléfono duró una eternidad. Por fin escuchó:
–¿Yves Bédier? ¿Eres tú?
–Sí, soy yo, Sophie. Ya sé que te es difícil hablar conmigo así como así, pero
escúchame, por favor. Llevamos casi doce años sin vernos. Quiero que sepas que durante todo
este tiempo he seguido pensando en ti. Siempre he deseado que estuvieras feliz. A día de hoy
todavía me duele que pienses mal de mí. Aunque injustamente. Querida Sophie, dentro de una
semana voy a París. Sueño con poder verte, aunque sea un momento, ¡no me digas que no, por
favor!
–Está bien –respondió tras pensarlo– sabes la dirección, ¿cuándo puedo esperarte?
–Llegaré de Nantes el viernes, muy por la tarde, así que mejor que nos veamos el
sábado por la mañana, ¿a las diez y media?
–Yves, tu llamada me ha pillado totalmente por sorpresa, ¿ha pasado algo?... Vale, te
espero el sábado. Ya me cuentas ese día. Hasta entonces.
Se cortó la llamada. Ives pidió otra copa de champán.

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