Richard llevaba sentado allí desde hacía casi una hora. Desde que Sophie se había ido, no sabía qué hacer. Cuando la ayudaba, por lo menos se sentía útil. No quería pasar otro año metido en casa, recordando la trágica muerte de Françoise. El accidente se la había llevado tan de repente; todavía no lo había superado. Había ido para un fin de semana a Burdeos, no era la primera vez que estaba aquí. Venían a veces con Françoise y pasaban por ese bar. Hacía años que no habían cambiado nada, hasta el punto de que se volvió un lugar destartalado. Podrían haber cambiado los muebles barnizados de marrón oscuro que habían conocido los tiempos de Charles de Gaulle o por lo menos refrescar las paredes. Bebía vino a tragos pequeños mirando fijamente un cuadro que colgaba en la pared de enfrente. Lo hacía siempre que estaba aquí. Intentaba averiguar qué había querido transmitir el pintor y le sorprendía que sus propias interpretaciones no dejaban de cambiar.

Y es que, ¿qué significaba el barco pesquero azul marino volcado boca abajo con un gran hueco redondo? Del nombre en la proa solo quedaba la primera letra, una “M”. El resto, las había borrado el agua o la arena. No estaba seguro de si era el mar el que lo había dejado allí o de si la carraca vieja y gastada la había abandonado su dueño reconociendo que la reparación no tendría sentido.

Si la primera opción fuera cierta, su tripulación habría podido ahogarse en una borrasca de las que enfurecen el océano. En este pequeño pueblo del Golfo de Vizcaya nadie podía esperar ayuda de ninguna parte. Ahora, el barco llevaba desde hacía años en una playa, ya que no tenía dueño. Posiblemente por ello, nadie se había despojado de él ni había utilizado sus tablas como leña. ¿Servía la madera llena de alquitrán como estufa? No tenía ni idea.

En el bar había algunas personas. Uno de los rincones lo ocupaba una pareja de ancianos. Bebían un sencillo vino de mesa, deleitándose como si fuera un Château Prignac viejo. Una pareja joven, vestidos con sencillez, ocupaba una mesa al final de la sala. Con la mirada fija uno en el otro, comían pescado. Hablaban poco. Parecían enamorados deseando cambiar juntos el destino con el que se enfrentaban día tras día. Dos seres funcionan mejor que uno, pensó Richard, reflexionando sobre su propia soledad. Juntos lo tendrán más fácil, y más si se quieren. Sentado en la barra del bar había un joven rubio. Se puso en el café el que era ya el cuarto terrón de azúcar y mientras lo removía y removía...

El camarero tocaba con los dedos el ritmo de la melodía que salía de una vieja radio que estaba en una estantería de madera. Los tonos cambiantes de un acordeón no podían transformar el ambiente somnoliento del bar, de hecho, lo potenciaban. Una vez más, la mirada de Richard se dirigió hacia el cuadro cuando de repente, justo encima de su cabeza, escuchó:

–¿Puedo sentarme aquí?

A su lado, vio a un hombre viejo con barba canosa y rizada. En su cara, surcada por el viento, el agua salada y bronceada por el sol, se atisbaba una sonrisa serena.

–¡Venga! –respondió.

Era la primera vez que veía a alguien con un aspecto tan estrafalario.

–Soy Pierre –dijo el viejo y se sentó enfrente.

Su gorro, ancho levantado por delante y doblado hacia arriba, seguramente protegía bien de la borrasca y del viento. La chaqueta, de material grueso y duro, cubría eficazmente el cuerpo del frío y de la humedad. El pantalón de color blanco, bastante estrecho en las rodillas, se ensanchaba hacia la cintura. Las botas altas y largas de cuero sin curtir ni teñir emitían un fuerte olor.

–Encantado, Pierre. –empezó. Y siguió, sinceramente:

–Básicamente, sus zapatos huelen a pescado, ¿es posible?

–Están impregnados de aceite de pescado. Lo he hecho para hacerlos resistentes al agua del mar.

El camarero trajo una botella de brandy viejo y dos vasos grandes.

–La bebida la ha pedido su compañero – aclaró, mirándole a los ojos.

Cuando el camarero se fue, Pierre habló primero:

–Permíteme, Richard, que te cuente algo –dijo. Este abrió ojos desorbitadamente.

–¿Cómo sabes mi nombre, Pierre?

–Escúchame, por favor.

Pierre llenó los vasos.

–Hace mucho tiempo, vivía aquí, en Royan, una familia de pescadores de hacía muchas generaciones. Dos hermanos gemelos de la misma, se enamoraron de Madeleine, una rubia encantadora de ojos azules que vivía en un pueblo vecino. La seguían como la sombra al cuerpo devorando con la mirada cada uno de sus movimientos, gestos, sonrisas. Estaban locos por ella.

Uno vigilaba al otro, por miedo a que su hermano se la quitase. A la pesca, al mercado, siempre partían juntos. Se deshacían en galanteo, en regalos. En las fiestas, Madeleine solo bailaba con ellos, ningún otro pretendiente ni siquiera intentaba pedirle bailar por miedo a los gemelos. Pero no era únicamente un loco amor lo que enardecía los corazones de los gemelos. Con el paso del tiempo, también se llenaron de celos, de desconfianza recíproca y de un odio enfermizo. Madeleine recibió durante años pruebas de amor de los hermanos, coqueteaba con los dos, sin elegir a ninguno. Y ellos solo pensaban en ella. Su rivalidad iba acompañada de una hostilidad indisimulada.

Un atardecer, eso fue dos semanas antes de la Navidad, los hermanos decidieron que había llegado el momento de resolver el litigio por Madeleine. Acordaron que el que pescara más esa noche, se convertiría en su marido. Que decidieran las habilidades, el azar y la fortuna. Ninguno de los que vio a los dos barcos, uno azul oscuro y otro verde, salir de pesca nocturna, sabía de su acuerdo. La obstinación les hizo perder el sentido común, ya que aquella noche el resto de los pescadores habían dejado de pescar por la borrasca que se acercaba.

Los hermanos pescaban como siempre, a poca distancia el uno del otro, teniendo al otro barco al alcance de la vista. Habían elegido un lugar bastante cercano, pero peligroso, debido a que había un acantilado alto y rocas ocultas bajo el agua. Aquella noche el océano estaba inquieto. Las olas altas y el viento llevaban los barcos a lo largo de la costa hacia un cabo, cuyas rocas emergían fatalmente brillando bajo la plateada luz de la luna.

El barco azul marino, que no pudo escapar de una ola enorme, se llenó de agua y empezó a hundirse en las profundidades. La corriente lanzó a la balsa indefensa hacia las rocas. El hermano que iba en ella y estaba de pie cubierto de agua hasta la cintura empezó a nadar. Pasado un tiempo, que pareció casi una eternidad, llegó al barco verde de su hermano y se agarró con las manos a la borda. No tenía fuerzas para subirse. Pasaron unos momentos eternos durante los que sus manos y dedos se iban debilitando, su cuerpo se empezaba a congelarse en el agua fría y su vista había comenzado a cubrirse de neblina.

Cuando abrió los ojos, estaba tumbado y cubierto con un lienzo encerado. Vio a su hermano inclinado sobre él mientras le sostenía fuertemente de la mano. Una vez recuperada la consciencia, se incorporó un poco y vio la duna litoral por encima de la borda. El océano, durante un momento se había olvidado de la borrasca y había permitido a las olas llevar el barco hacia la playa, a alguna parte lejos del cabo y del puerto.

Se tumbó en el suelo del barco y entornó los ojos. Las olas, con monótonos tirones movían el barco por la arena, cada vez más adelante, hacia la duna.

Al día siguiente, Madeleine esperó en vano a sus admiradores. La noticia del suceso, que había podido terminar en una tragedia enorme, no le llegó hasta pasada una semana. Día tras día, se pasaba esperando algo que no llegaría nunca. Ninguno de los hermanos fue a donde estaba ella, ni siquiera visitó el pueblo en el que vivía.

En ese momento, Pierre dejó de narrar, dirigiéndose a él:

–Richard, yo sé que no es la primera vez que estás aquí y que no vienes aquí por casualidad. Una fuerza irresistible hace que, aunque sabes poco de este pueblo, vuelvas para mirar este cuadro. Probablemente sospechas que la inscripción descolorida que se podía ver hace tiempo en ese barco azul marino estrellado y arrastrado a la orilla es el nombre Madeleine. Ese era el barco de Robert. Las dos barcas llevaban su nombre.

–Sabes, Richard, eres un hombre bueno y sensible. Pensando en ese barco e imaginando los posibles hilos de una antigua historia has arrancado una sucesión de tensiones y pensamientos que pueden cambiar la fortuna de alguien. Nada cambiará la muerte de tu esposa Françoise, no puedes hacer nada contra ella. Pero sí hay algo que hacer. Tienes que saberlo, tu hija Sophie sigue los pasos de Madeleine. No la pierdas también a ella.

–Pierre, dime ¿cómo se llamaba el hermano gemelo que rescató a Robert?

–Mira el cuadro, Richard, míralo bien –dijo Pierre.

En este momento en el bar se apagó la luz y, cuando se encendió de nuevo, Richard sintió que alguien le estaba tirando suavemente del brazo. Encima vio al camarero.

–Venga, usted, es tarde, ya estamos cerrando. Está dormido desde hace una hora, no le quería despertar, pero ya es la hora.

Efectivamente, estaba sentado solo, allí, aparte del camarero, no había nadie. Saltó de la mesa y corrió hacia el cuadro. Estaba en él todo lo que ya recordaba de antes. Quitó el marco de la pared y miró en el reverso. Se podía leer una inscripción:

A mi hermano, Robert Besson, como recuerdo, Pierre.

Royan, 1887.

Richard le dio al camarero una buena propina y le pidió que le permitiera quedarse en el bar un rato más. Se sentó y marcó el número del móvil de Sophie. Pasado un rato oyó:

–¿Papá? ¿Papá?

–Sophie, ¿cuándo vienes? Te echo de menos, ¡tenemos que hablar! No me llamas y no me escribes, ¡estoy preocupado por ti todo el tiempo!

–Todavía no sé, depende. Papá, ¿es realmente algo urgente?

–Sí, para nosotros dos es algo muy, muy importante. ¡Créeme, Sophie!

Acordaron que vendría el sábado, dentro de una semana. Por la noche, Richard volvió a Burdeos. Cuando llegó, repasó detalladamente las publicaciones de Sophie en Facebook, Instagram y Twitter. Leyó los correos electrónicos y los SMS entre ellos de los últimos meses. Llegó a la conclusión de que Pierre tenía razón. Le esperaba una tarea difícil y delicada. Sabía que como padre tenía un deber que cumplir. No podía decepcionar a Françoise, a sí mismo ni, sobre todo, a la propia Sophie.

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